El mismo día que terminé el secundario, a los 18 años, mi mamá me dijo: “o trabajás o estudiás, pero algo tenés que hacer con tu vida”.
Sabias palabras de una madre que había sido testigo, durante todos esos años, de lo poco que me gustaba estudiar y lo mucho que me gustaba divertirme.
Me abalancé a los avisos clasificados del periódico en busca de mi futuro, pero la falta de experiencia y de una carrera universitaria no me permitían tener opciones “interesantes” para mí.
Fue así que me decanté por la universidad. La idea de estudiar otros 5 años me parecían un horror, pero me darían más tiempo.
Llegó el momento de decidir qué carrera elegir. En Argentina no existe la selectividad como en España, con lo que puedes estudiar la carrera que quieras (el tema es que yo realmente no quería ninguna).
En medio de tanta incertidumbre había algo que sí tenía claro: la carrera en cuestión no debía contener ninguna materia de ciencias exactas, ciencias puras o ciencias fundamentales; es decir: no quería volver a ver un sólo número en mi vida.
Publicidad, Relaciones Públicas y Periodismo fueron las finalistas. Y la elegida fue Licenciatura en Publicidad.
Fueron 5 años muy largos e intensos porque, esta vez sí, estudié como nunca en mi vida.
Mientras hacía la carrera comencé una formación de entrenadora personal y profesora de clases colectivas.
Duraba dos años, era presencial por supuesto y requería mucha dedicación (había exámenes teóricos y prácticos). Me gustaba tanto tanto tanto que nunca jamás pensé en abandonar.
Los exámenes prácticos consistían en subir a la tarima y dar una clase de step, aerobic o “localizada” a todas las compañeras y profesoras. Los nervios y la vergüenza no tenían cabida.
Fue entonces cuando empecé a “obligar” a mi mamá y a mi hermana a que fueran mis alumnas para que yo pudiera practicar con personas reales en vez de sola delante del espejo.
Al poco tiempo se unió una amiga de mi mamá, unas cuñadas de mi hermana, unas vecinas, y cuando me quise dar cuenta monté mi propio gimnasio.
Buenos Aires, año 2000. Mamá, papá: me quiero ir a vivir a España.
Cuando terminé la carrera de Publicidad ya llevaba varios años trabajando en mi propio gimnasio. Me iba muy bien y estaba “cómoda”.
La situación del país era delicada. La inseguridad me preocupaba muchísimo, sobre todo cuando secuestraron a mi papá durante unas horas para robarle el auto. Él salió sano y salvo de ese altercado pero todos quedamos muy afectados. Sin embargo había algo más.
Realmente lo que hizo que tomara la decisión de dejarlo todo y empezar de cero fue la necesidad de romper el cascarón, de salir de mi jaula de cristal y de aprender a volar sola.
Mi gimnasio estaba en la casa de mis padres. Ellos, que son los mejores padres del mundo, siempre me cuidaron, me apoyaron y me ayudaron en todo. Y yo, con 24 años me sentía una pelotuda integral (perdón por la expresión).
Sentía que nunca nada sería lo suficientemente bueno para que me compensara dejar ese “paraíso”, y una parte de mí (mi parte fuerte) sabía que eso no me dejaría crecer. Así que junté valor, mucho valor, metí mi vida en dos valijas y volé a Madrid.
Viejo mundo, allá voy.
La decisión estaba tomada y, aunque me hacía la valiente, estaba muerta de miedo. Buscaba independencia; cortar el cordón umbilical; volar sola y todo eso, pero cuando mis padres me dieron la noticia de que vendrían conmigo y estarían 3 meses acompañándome sentí un alivio infinito. Mi madurez y desarrollo personal podían esperar 3 meses más.
España siempre fue la primera y única opción porque mi mamá es española, porque mi familia y yo tenemos la ciudadanía española, por el idioma, el clima y, fundamentalmente, por la cultura (maravillosa).
En aquel entonces mi padre se había quedado sin trabajo, así que aprovecharía el viaje para intentar conseguir uno. Si lo lograba, se quedarían. De lo contrario volverían a Buenos Aires con un “pollito” menos.
El 27 de mayo, un día después del cumpleaños de mi mejor amiga, volamos rumbo al viejo mundo.
Llegué a España con dos valijas y mucha incertidumbre.
Mi papá se había quedado sin su trabajo de toda la vida y, por si fuera poco, su indemnización se quedó atrapada en el “corralito”. Así que aprovechando mi decisión rotunda de instalarme en España, decidieron acompañarme y probar suerte.
Tenían un pasaje abierto por tres meses. Si en esos tres meses mi padre conseguía trabajo, se quedaban, y sino regresaban a Buenos Aires.
Aunque yo estaba dispuesta a “comerme el mundo” tengo que reconocer que fue un gran alivio contar con su apoyo (ya tendría tiempo de “romper el cascarón”).
Había tomado la decisión de empezar de cero incluso en mi vida laboral. Así que empecé a buscar trabajo en agencias de publicidad.
Pero en seguida me di cuenta que con 24 años y nada de experiencia en ese rubro no sería nada fácil. Mientras tanto, empecé a enviar CV en gimnasios y, para mi sorpresa, conseguí trabajo inmediatamente.
Cuando mis padres y yo llegamos a Madrid teníamos muchísimo trabajo por delante.
En primer lugar, buscar un sitio donde vivir; en segundo lugar, encontrar trabajo; y en tercer y no menos importante lugar, recorrer cada rincón de esta maravilla ciudad.
Madrid me enamoró desde el primer momento y todo iba “sobre ruedas” salvo por un detalle: el español que hablan aquí no tiene nada que ver con el español de Argentina.
Cada vez que intentaba comunicarme con un nativo, se ponían en marcha todo tipo de mecanismos destinados a develar el significado de las palabras. Utilizar sinónimos, definir palabras e incluso improvisar un “pictonary” en el mismísimo Zara empezó a convertirse en algo cotidiano.
El día que dije, de forma natural, vamos a “COGER” unas mancuernas, sentí que por fin me había impregnado de la cultura española.
Mi papá consiguió trabajo en seguida, eso significaba que se quedarían en Madrid. Y yo, que tuve la suerte de estar en el lugar adecuado y en el momento justo, empecé a trabajar en el mejor gimnasio de Madrid.
¿Seré lo suficientemente buena?
Además de experimentar la aventura de estar en un país desconocido, tenía que enfrentarme a la gran “novedad” de buscar trabajo.
Nunca había trabajado para nadie más que para mí misma, nunca había tenido una entrevista ni mucho menos hacer mi propio CV.
No fue casualidad que apareciera en la calle Pradillo 44. “Un pajarito” me había comentado que allí estaba el mejor gimnasio de Madrid. A pesar de cargar con toneladas de inseguridades, imprimí mi CV y me dirigí a aquella dirección.
Me atendió el mismísimo coordinador y me dijo que, precisamente, estaba buscando una sustituta (la profesora titular estaría de baja unas cuantas semanas). Esas semanas resultaron ser meses y, cuando llegó el día de terminar mi suplencia, me encontré con que todos mis alumnos habían juntado firmas pidiendo que me quedara.
En ese gimnasio conocí personas maravillosas (y también al padre de mis hijos).
La casa más fea y pequeña del mundo.
Por fin se cumplía uno de mis sueños: irme a vivir sola.
Estaba tan sumamente feliz y orgullosa de mí misma, que no me importaba en absoluto que mi primera casa fuera incluso más pequeña que la de los Pinypon. Además de pequeña era francamente horrible.
Se trataba de un estudio, es decir que el salón (living), dormitorio y cocina estaban juntos (y revueltos). La nevera (heladera) era minúscula (como la de los hoteles), no tenía horno y mucho menos encimera (mesada).
Las “vistas” tampoco estaban “nada mal”. Era un piso interior, es decir que desde su única ventana solo podía apreciarse un patio interno y unos pocos centímetros de cielo. Pero eso sí, estaba situado en uno de los mejores barrios de Madrid, el barrio de Salamanca.
Mis padres bautizaron a esa zona: “el ombligo del mundo”, porque yo no me cansaba de decirles lo fácil que era llegar a cualquier sitio desde allí.
Siempre que podía, me desplazaba caminando. Pero también tenía más de 10 líneas diferentes de autobuses (colectivos) y la parada del metro (subte) muy cerquita. Es era muy importante para mí porque, durante muchos años, mi trabajo me exigía estar todo el día yendo de un gimnasio a otro.
5 palabras que me cambiaron la vida
De mis 24 años de carrera profesional, el balance es tremendamente positivo. Pero no todo ha sido un “camino de rosas”.
Haber trabajado en tantos gimnasios me ha permitido conocer a muchas personas y, lo más importante, aprender de ellas.
Una vez, hace mucho tiempo atrás, me asignaron la tarea de “ayudar” al coordinador de un gimnasio que acababa de ser comprado por el “el mío”. Aquel coordinador se sentía amenazado y molesto con mi rol de “colaboradora” y, sinceramente, me hizo la vida imposible.
Mis pobres padres tenían que aguantar mis quejidos y lamentos día tras día. Pero de repente, casi por arte de magia, mi padre formuló las palabras mágicas: “POR QUÉ NO LO DEJAS”.
Esas 5 palabras me abrieron los ojos, me dieron una nueva y maravillosa perspectiva, me hicieron ver que no tengo la obligación de estar donde no soy feliz. Esas 5 palabras me dieron la fuerza y el valor para tomar mis propias decisiones y elegir dónde y con quién quiero estar. Esas 5 palabras me cambiaron la vida.
¡Te quiero papá!
No es oro todo lo que reluce
Durante 15 años (desde los 20 hasta los 35) me dediqué, casi en exclusiva, a dar clases colectivas.
Trabajar como “profe” tiene muchísimas ventajas, pero no es oro todo lo que reluce.
Hacer 4 o 5 horas diarias de ejercicio físico termina pasando factura.
En esa época solía tener sobrecargas musculares, contracturas, molestias y dolores de todo tipo. También, y a pesar del agotamiento, fue la etapa en la que sufrí de insomnio.
Estar al frente de una clase implicaba mucho más que “mover el esqueleto” al ritmo de la música.
Mis alumnos “se escapaban” del trabajo para venir a mis clases, cancelaban reuniones importantes, dejaban a sus hijos al cuidado de otras personas, cambiaban citas médicas y hasta atravesaban la ciudad.
Yo era consciente de ello, así que me sentía en la obligación moral y profesional de dar el 100% de mí.
Siempre planifiqué mis clases (la improvisación me parece una falta de respeto). Era (y soy) extremadamente puntual. Mis dolencias físicas (dolores, molestias, etc) o problemas personales nunca se interpusieron entre mis alumnos y yo.
Cuando le daba al “play”, y comenzaba a sonar la música, me transportaba a otra dimensión”. La energía se apoderaba de mí y las endorfinas se encargaban del resto.
¿Amor a primera vista?
El método Pilates tardó mucho tiempo en conquistarme, de hecho no me caía nada bien y me parecía tremendamente aburrido.
Cuando comenzó el BOOM en Madrid, había muchísima demanda de alumnos y poquísimos profesores cualificados. Así que “mi” gimnasio, viendo esa oportunidad de negocio, “me invitó” a iniciar un curso de 10000000000000000000 de horas.
Después de aquel curso maratoniano vinieron otros tantos, pero mis sentimientos hacia aquel método seguían siendo igual de hostiles.
El tiempo y la experiencia me permitieron conocerlo en profundidad y entender su maravillosa esencia, una esencia que enamora a cualquiera.
Lamentablemente Joseph Pilates, el creador, no patentó su método. Es por esa razón que hay “tantos Pilates”.
Sin embargo, sus principios básicos (la piedra angular del método) son únicos.
Cada vez que cuidas la postura, que te mueves de forma controlada y fluida y respiras activando la musculatura más profunda del abdomen estás entregándote a los encantos irresistibles del método Pilates.
Flechazo.
En el año 2011 llegó a Madrid, pisando fuerte, un método de entrenamiento que me quitó el aliento: el Crossfit.
Inmediatamente me inscribí en un curso de formación porque necesitaba conocer cada detalle de él. Era un concepto totalmente diferente, y eso me parecía irresistible.
El lugar donde se dictaban las clases (Box) no tenía nada que ver con las salas de los gimnasios. Se trataba de naves industriales desprovistas de espejos, con cuerdas colgando en los techos, “jaulas”, barras con discos, combas, pesas rusas, cajones y “trineos”, neumáticos gigantes y todo tipo de “material de tortura”.
Me enamoré de su originalidad, de su intensidad y del protagonismo que cobraba el “trabajo en equipo”. No importaba lo fuerte o débil que fueras, todos teníamos un objetivo en común: acabar el W.O.D (work of day) y no morir en el intento.
Cuando acabé el curso decidí continuar con tomando clases porque, la mejor manera de aprender un método es vivirlo desde dentro.
Durante un año fui una alumna más (mantuve en secreto mi condición de entrenadora personal porque me daba vergüenza ser tan “patética”).
Desde luego que tenía el orgullo herido, pero mis ganas de aprender y superarme eran mucho más fuertes.
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